sábado, 20 de octubre de 2012

(en el medio)



Respiró. Aquello no podía ser verdad, todo había comenzando de una manera tan sencilla que era impensable que ahora le estuviese sucediendo todo aquello. Tosió suavemente mientras se llevaba una mano al costado, dolía como mil demonios. Dejó que un par de maldiciones se le escapasen entrecortadamente de sus labios, no debía hacer ruido. Su mano, la misma que había llevado hasta su costado, se iba tiñendo lentamente de rojo. Cerró los ojos con fuerza, respiró. Respiró todo el bosque que lo rodeaba, su rostro se relajó. Apoyado como estaba contra aquel muro de ladrillo viejo rodeado de maleza se sentía más tranquilo. A su alrededor sólo reinaba el caos, pero allí el estaba solo. Y la soledad era tranquilidad. Se quejó suavemente, aquello dolía de verdad.Maldita sea. La tranquilidad momentánea comenzaba a desaparecer y de nuevo volvía a sentir el corazón en la boca, volvía a sentir el pecho abierto. Se río sin ganas. El pecho abierto. Sí, metafórica y literalmente. Maldita sea, maldita sea! Notó como el leve aire de noviembre le refrescaba las mejillas; debía estar llorando, no lo tenía claro. Volvió a quejarse levemente, ni siquiera en un momento como aquel podía ser dueño de un grito de furia. Eso sería mucho peor, la desesperación era mucho peor que el dolor. Saboreó el dolor como si fuese un vaso de buen vino, sus sentimientos eran tan confusos que disfrutó aquellos momentos de frío. Maldito frío doloroso. De cuclillas como estaba, agazapado entre la maleza y desangrándose era un blanco fácil, debía seguir moviéndose. Se quejó de nuevo, escupió una mezcla de saliva y sangre. O de sangre y saliva. Las proporciones eran tan relativas desde que todo cambió. Sangre y saliva, seguramente. Seguramente se estaba muriendo. Sí, se estaba muriendo. Se moría perdido en aquel bosque. Respiró. Se moría y estaba más en paz que cuando era más dueño de su vida que de su sueño eterno. Dejó caer la pistola en la hierba. La dejó con delicadeza en el suelo, como si fuese una antigua compañera de viaje, demasiado vieja para continuar. Como si sus pasos hubiesen sido tantos que ya estaba cansada de seguir. Se volvió a reír suavemente. Volvió a toser sangre. El que se cansaba de vivir era él, el que se cansaba de morir era él. La muerte se reía de él y a él aquello le hacía gracia... o muy desdichado, no lo tenía claro. La muerte no llegaba, la vida lo abandonada. ¿Qué era aquello? Respiró de nuevo. Respiró y esperó. Dejó que todo el bosque lo rodease, que el viento acunase su llanto silencioso. Dejó que la noche bebiese sus lágrimas y los gritos lejanos se ahogasen entre la maleza. Y esperó. Y esperó. Y la muerte no llegaba. Maldita sea! Morirse le estaba doliendo mucho más que seguir viviendo. La muerte, prostituta ladrona de vida, se estaba retrasando y él nunca llevó bien la espera. Quejido tras quejido fue incorporándose; una mano aferrada a la pistola, la otra contra el muro, pintándolo de rojo. Quejido tras quejido se incorporó a la vida. Si la muerte no llegaba, él agarraría y se follaría a la vida. La determinación iluminó sus ojos. Volvió a llorar, ahora estaba seguro. La vida dolía pero no estaba listo para morir. Impulsado por sus nuevas ganas de respirar, sonrió. Todavía no estaba todo perdido.

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